Cuando yo te pido que me escuches y tú empiezas a darme consejos, no has hecho lo que te he pedido.
Cuando te he pedido escucharme y tú has empezado a explicarme por qué yo no debía sentirme así, tú has maltratado mis sentimientos.
Cuando te he solicitado que me escuches y tú piensas en lo que debes hacer para resolver mi problema, me has rechazado por extraño que esto pudiera parecer.
Óyeme, es todo lo que te he pedido: que tú me escuches. No que hables o que hagas cualquier otra cosa; te pido únicamente que me escuches.
Los consejos no son caros, y por veinte pesos yo acudiría al periódico, al correo del corazón y al horóscopo.
Sé que puedo hacer algo por mí mismo pues no soy impotente. Quizá puedo desanimarme o desalentarme un poco, pero no importa.
Cuando tú haces algo por mí, pero yo necesito hacer algo por mí mismo, contribuyes a aumentar mi temor, tú acentúas mi desorientación.
En cambio, cuando tú aceptas sencillamente el hecho que estoy sintiendo lo que siento (poco importa el raciocinio), entonces yo puedo empezar a comprender lo que sucede en mis sentimientos irracionales. Cuando todo está diáfano, las respuestas son evidentes y yo no tengo necesidad de consejos.
Los sentimientos irracionales se vuelven inteligibles cuando nosotros comprendemos lo que realmente acontece.
Quizá por esto, la oración funciona para algunas personas porque Dios es silencioso. Él no nos da consejos. No intentamos arrancarle cosas. Él nos escucha simplemente y nos deja resolver el problema por nosotros mismos.
Finalmente, si quieres, escúchame y entiéndeme.
Y si tú quieres hablar, espero justamente un instante y entonces yo te escucho.
Autor anónimo. Publicado en Notes et practiques ignatiennes, # 20 juillet, 1989, Lyon France. Traducción de Eugenio Páramo sj.
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